jueves, 26 de agosto de 2010

Muñequita de la Suerte

Ana era una chica solitaria. Pasaba los recreos sola, contemplando los árboles por la ventana o leyendo en un rincón. Le costaba mucho hacer amigos, ya que se mudaba constantemente por el trabajo de su padre. Esta vez parecía ser diferente, llevaban seis meses viviendo en aquella ciudad, y todo indicaba que se iban a quedar allí un largo tiempo. Las vacaciones de invierno habían terminado y Ana decidió que era tiempo de tratar de hacer alguna amistad. El primer día de clase salió al patio en el recreo, por primera vez en mucho tiempo. Miró a todos lados nerviosa, tratando de encontrar a algún compañero de su aula. Se acercó a un grupito, pero al no notar su presencia fue en busca de otro. Así siguió un rato, sintiéndose cada vez más sola y triste. Se sentó en una hamaca con la mirada fija en sus pies, “Siempre esta mañana”, pensó tratando de alegrarse. El viento movía su pelo castaño, como acompañando su pesar. No oyó sonar la campana. Poco a poco se fue quedando sola en el patio del colegio.

“¡Ana!” oyó que la llamaban. Levantó la cabeza con sorpresa ¿cuánto tiempo llevaba allí? Vio a una de sus compañeras acercándosele al trote. “¡Acá estabas! Cuando la profe vio que faltabas se preocupó mucho, porque siempre te quedas en el aula” Le dijo mientras le tomaba la mano, “vamos, que ya es tarde”.

La niña sonreía, no parecía enojada por haber tenido que ir a buscar a Ana. “Si vas a comenzar a salir en los recreos, avisame y te hago compañía, así no estas sola”. La cara de Ana se iluminó y con una tímida sonrisa le contesto “Gracias”.

Desde ese día las dos niñas comenzaron a pasar sus ratos libres juntas.

El último día de clases, Ana estaba un poco triste, porque iba a pasar algunos meses hasta que volviera a ver a su amiga.

“¡Ana!” la escuchó gritar mientras corría en su dirección, “Tomá, te compré un regalo” le dijo entregándole un pequeño paquete, “Es una muñeca de la amistad, así cuando te sentís sola, sólo necesitas mirarla para saber que estoy con vos”. Ana la abrazó con fuerza, sin palabras para expresar su emoción.

Comenzaron las vacaciones de verano y fuera a donde fuera, Ana siempre llevaba con ella la pequeña muñequita de madera. A veces mientras viajaba sentada en el asiento trasero del auto, tarareaba en su cabeza “Muñequita de la suerte, muñequita muñequita, de kimono siempre vistes, muñequita muñequita. Se que suerte me darás, porque eres de la amistad, y de tu amistad espero tener la suerte de siempre disfrutar”.

Al terminar las vacaciones Ana no volvió a ver a su amiga. Su padre había sido transferido a una nueva ciudad por trabajo. Se entristeció mucho al enterarse de la noticia, pero sabía que ya no era lo mismo. Ahora tenía a su muñequita para recordarle que en algún lado tenía una amiga.

Pasaron los años, las ciudades; amigos fueron y vinieron, pero ella siempre llevaba consigo su muñequita.

Había llegado el momento de abandonar el nido para Ana. Un mar de cajas y bolsas se esparcía por toda la casa. Bueno, es hora de partir, los de la mudanza están por llegar”. “¿Guardaste todo?” le preguntó su madre, “Sí, esta todo en las cajas salvo los documentos, mi billetera, las llaves y Claudia…” respondió mientras revisaba su bolso, “no esta… ¿mamá viste a Claudia?” siguió poniéndose nerviosa. “no, como siempre la tenés encima , no presté atención… ¿estará en alguna de las cajas?” “No sé, no recuerdo verla desde ayer”.

Comenzó a revisar las cajas más cercanas. “¿dónde esta, dónde esta?” pensaba cada vez más preocupada. Platos, ropa y libros, fue todo lo que encontró. “No puede ser ¿dónde se metió?”. Estaba cada vez más tensa. Sentía que se iba a largar a llorar en cualquier momento.

Llegaron los de la mudanza y se fueron llevando las cajas y bolsas que había revisado. Al cabo de una hora no quedaba nada más para revisar. “Seguro esta en algún lugar, ya va a aparecer”, le repetía la madre tratando de calmarla, “anda a mojarte la cara para relajarte un poco”. Así lo hizo. Abrió la canilla de agua fría y se empapó la cara, dejando caer algunas gotas sobre la ropa. Le dolía la cabeza, tanto por el cansancio de la mudanza como por la preocupación. “Se me parte la cabeza, mejor aprovecho y me tomo una aspirina”. Abrió el espejo-botiquín, y ahí estaba, mirándola con sus ojos negros y sonrisa pintados y barnizados. “¡Claudia!” Exclamó con alegría, “perdón, te debí dejar acá cuando vine a buscar algo”. La sostuvo en sus manos unos instantes sin parar de sonreír.

Guardó la muñequita en su bolso y tras saludar a sus padres, se fue. Mientras viajaba en el camión de la mudanza, frotaba con la mano el bolso y pensaba “muñequita de la suerte, muñequita muñequita…”

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